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Israel territorio de paz

 Inhóspito y solitario, así es el desierto de Judea, el hogar natural de los beduinos, quizá los únicos peregrinos sobrevivientes de esta época. Son pastores que, detrás de esos montículos de color ocre, tienden sus viviendas, cubiertas de pieles que ellos mismos curten.

La inevitable melancolía es un sentimiento que se amontona mientras se avanza por la carretera. No hay nada ni nadie, sólo el viento oriental o shaqauia, que provoca que se forme una ligera neblina de arena. Este viento fue el mismo que Dios creó para abrir el mar Rojo y sacar a los judíos de Egipto.

En una hora llegaremos a Masada, a la fortaleza de Herodes, hoy Parque Nacional y Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

En Tierra Santa no importa ser o no creyentes, la fe nos persigue hasta recordar que en estos mismos caminos, a la vez bellos y tenebrosos, Jesucristo vivió sus más terribles tentaciones y salió fortalecido. “El desierto es muy astuto”, dice Koby, nuestro guía israelí.

Él mismo sugiere caminar el desierto para conocer su perfección. “Así fue como los humanos lo encontraron hace doscientos años”.

Hacia la libertad

Momentos antes de llegar a Masada, localizada en las cercanías del mar Muerto, entre Sodoma y Ein Guedi, Koby nos señala un pequeño oasis donde crecen palmeras y bugambilias. 
El aire acondicionado se ha apagado y salimos del auto para sentir el verdadero clima, el de los 30° C y un poco más, gracias a la humedad.

Subiremos hasta la cima del último fuerte de los combatientes de la libertad judía, a unos 450 metros sobre el nivel del mar Muerto.

Para llegar existen dos formas: ir a pie durante 45 minutos por una senda en zigzag que pasa por encima de una rampa de ataque romana, o en el teleférico, en un trayecto de tres minutos.

Tomamos la segunda opción y conforme subimos observamos que Masada tiene forma de rombo. Mide 600 metros de largo por 200 metros de ancho. Lo más impresionante es que contaba con una obra hidráulica: 12 cisternas de hasta cuatro mil metros cúbicos que se llenaban de agua gracias a una red de acueductos.

Además del valor arqueológico de sus edificios, de sus murales pintados con la técnica del fresco, de su Palacio Norte con terrazas de roca natural y muros de contención, del cuarto de baño o las termas -parte fundamental de la cultura romana-, estar de pie frente a una construcción del primer siglo de la historia de la humanidad, te conmueve, te da un escalofrío y te deja mudo.

Herodes reinó y construyó Masada entre el 37 y 31 a.C. para protegerse de Cleopatra VII. Luego estalló la Primera Guerra Judeo-Romana que provocó una revuelta para expulsar a los romanos. El líder judío, Eleazar ben Yair, fue quien los mató.

Dos años más tarde, Lucio Flavio Silva, el gobernador romano de Judea, marchó hacia la fortaleza con un ejército de 15 mil personas para recuperar su territorio. Lucio hizo una rampa de ataque (todavía se conserva) que terminó en siete meses para derrocar a los judíos. Ellos, antes de ser tomados como prisioneros, decidieron suicidarse, pero como dicha acción está prohibida por el judaísmo, los hombres asesinaron a sus familias y nombraron a 10 de ellos para matar al resto de los guerreros. Los 10 eligieron a uno que acabó con sus vidas e incendió la fortaleza.

Según el discurso de Eleazar al historiador romano-judío y cronista de Israel, Flavio Josefo, hasta el siglo V Massada permaneció deshabitada y, posteriormente, fue asilo de monjes bizantinos hasta la conquista árabe.

“Desde sus inicios, Israel es caldo de cultivo de las ideas. Lo que sucedió en Masada es el símbolo de la lucha constante de la humanidad contra la libertad”, dice Koby.

A la ciudad de las cruzadas

Hoy es viernes y es shabbat, la jornada de descanso para los judíos, así que seguiremos las reglas.

El shabbat inicia el viernes en la tarde y finaliza al atardecer del sábado. Algunos comercios permanecen cerrados, no se puede salir de fiesta y en los restaurantes abundan los menús kosher (certificado de alta calidad que viene del kashrnt, un estilo de vida religioso que prohíbe la ingesta de alimentos como el cerdo o los mariscos).

Hoy conoceremos Acre, una de las ciudades más antiguas del mundo que fue parte del imperio de Alejandro Magno. “Shalom”, nos saluda Koby. En hebreo significa “hola”.

Nos moveremos hacia el norte de Israel, dirección al río Jordán y pasaremos por Galilea, el sitio donde, según las escrituras, Jesucristo se transfiguró delante de sus apóstoles.

El trayecto será de unas dos horas o un poco más, dependerá mucho del tránsito. Estamos en la víspera del shabbat, así que los judíos aprovechan para salir en sus automóviles porque más tarde ya no podrán utilizarlo, tampoco la energía eléctrica. Algo que me ha parecido curioso es que las habitaciones de los hoteles tienen una luz especial para este día.

“Acre es conocida como la ciudad de las cruzadas. Fue edificada por europeos y musulmanes. Es una ciudad puerto, a orillas del mar Mediterráneo. Aquí está la cripta de la Iglesia de San Juan Acre que, de acuerdo con el Nuevo Testamento, fue visitada por el apóstol Pablo”, nos explica Koby.

Estamos en territorio árabe. Acre, Patrimonio de la Humanidad, debe su importancia no sólo a su construcción de tipo otomano, con cúpulas y paredes de roca, también porque estuvo encarcelado el fundador del bahaísmo, el “Alá” de los árabes y el dios en el que creen actualmente: Bahá’u’lláh.

Para ellos este es el lugar más sagrado de la tierra. Acre está dentro de la ciudad, por lo que es muy común ver cómo los más religiosos regresan todas las tardes hasta la tumba de Bahá’u’lláh para dedicarle una oración.

Acre pertenece a la ciudad, así que puedes seguir caminando por sus calles, entrar a sus mercados y degustar su tradicional “nafe”, bueno, eso fue lo que le entendí al que nos vendió una pasta de pistache con queso de cabra, el postre por excelencia.

Koby decide llevarnos a un local, que es como una tortería mexicana, para que conozcamos lo más tradicional de Israel: el faláfel, un pan de pita relleno con albóndigas de garbanzo y salsa de yogur o tahina (pasta elaborada con semillas de sésamo), Cuesta 15 shekels, la moneda oficial. Un dólar es igual a tres shekels. Para acompañarlo, lo mejor es consumir jugo de naranja. El zumo de esta región es famoso internacionalmente. Su sabor sí que es diferente al que estás acostumbrado a tomar.

Al César lo que es del César

Seguimos en shabbat. La cena de ayer fue en el restaurante The Muscat. Los judíos, antes de comer, hacen una representación de la consagración del vino y el pan. Entonces el padre de familia, al terminar la bendición, literalmente, les avienta el pan a su plato. Pero esto sólo lo hacen en shabbat.

Una recomendación, el desayuno del sábado no lo encontrarás abundante en ningún lugar al que vayas, ya que no se trabaja y no habrá más que pan, té, cereales y frutas.

Antes de llegar a Tel Aviv, conoceremos Caesarea, una ciudad más que estuvo a cargo de Herodes y a la que le cambió el nombre en honor al emperador César Augusto. Su teatro, bien conservado, es escenario de conciertos de artistas internacionales como Elvis Costelo y Charly García.

Caminamos por la orilla del Mediterráneo y Koby nos cuenta que Herodes rescató la ciudad y le instaló almacenes, mercados, calles anchas, cuartos de baño y hasta un templo romano. Todos los edificios estaban ubicados frente al mar. Cada cinco años era sede de importantes encuentros deportivos, juegos de gladiadores, así como representaciones teatrales.

Caesarea tiene dos museos, uno de arte sudamericano y otro en honor al judaísmo, ambos palacios son de estilo español y la entrada es gratuita. Además, puedes entrar al programa de “las estrella de Caesarea” un juego interactivo en 3D donde puedes platicar con el mismísimo Herodes.

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