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Juego de ojos

La semana pasada arrancó el gran marathon electoral sexenal y conforme aumente la temperatura política veremos asomar por doquier, entre la espesura de los bosques de diarios, revistas y páginas web que engalanan nuestro país, los tiernos tallos de una miríada de columnas.

Este es un fenómeno que se repite con la regularidad y la intensidad del arribo de las monarcas a los cerros de Angangeo y no es privativo del México grillo. En Chattanooga, en Taldi-Kurgan, en Corrientes, en Taipei, en Puerto Moresby, en Harare o en Puerto Moresbi… en donde quiera que haya elecciones y medios, siempre florecerán columnas con el arribo de la primavera de los sufragios.

De todo leeremos en los siguientes meses en estos espacios que antaño arrojaban luz a los hechos sociales y que hoy, lo digo con tristeza, más bien azolvan los canales de comunicación: análisis inteligentes y genuflexiones y ataques; prosa acerada y puñaladas traperas a la sintaxis… Así que como un servicio social para quienes ya se ajustan la visera y se arremangan los puños frente al teclado, permítaseme ofrecer algunas consideraciones en voz alta que pudieran o no ser de utilidad a las mujeres y hombres que se están incorporando a este género definido como periódico dentro del periódico, pero que yo entrego como profesor que he sido de muchas generaciones de estudiantes de periodismo:

Si el origen de la columna es la necesidad de los lectores de recibir algo muy personal, nada más personal puede ofrecer el periodista que su propio estilo. De aquí que una de las características distintivas de la columna como género  periodístico, y probablemente  la más notable de todas, sea la libertad con que el autor desarrolla su estilo.

La columna tiene características propias, de forma y contenido, que la singularizan e identifican. Cierto que todos los géneros periodísticos tienen algo en común y que resulta difícil hacer muy exactas diferenciaciones técnicas entre ellos. La columna, sin embargo, es el género periodístico que más claramente puede diferenciarse de todos los demás.

En el editorial el redactor tiene fundamentalmente tres clases de limitaciones. Una, la política del periódico, que lo obliga a asumir una posición y a conservar el tono que le ha sido marcado; otra obvia limitante, es el tema que se le fijó; y la tercera consiste en la extensión del escrito impuesta por el formato de las páginas editoriales.

El artículo es quizá el género periodístico que más se asemeja a la columna en cuanto a la libertad temática, el enfoque  y la utilización del lenguaje. Sin embargo, el artículo es monotemático y está sujeto generalmente a una estructura que no da mucho de sí, aunque  supongan lo contrario los lectores y hasta algunos articulistas.

Pero antes de seguir despertando entusiasmo  vale la pena que nos hagamos esta pregunta: ¿acaso en la columna su autor no tiene  ninguna clase de barreras y puede hacer exactamente lo que quiere?

Los viejos militantes del periodismo sabemos que en una publicación bien estructurada nadie, ni su propio director, tiene una libertad absolutamente sin límite. Por encima del funcionario de mayor jerarquía en un periódico se encuentran valores que nadie puede ignorar.

Seguramente habrá que hacer algunas consideraciones sobre ética profesional. Una fuerza tal como la que representan las columnas –me refiero, por supuesto, a las que abordan temas políticos- no puede ser dejada al libre juego de los intereses sin que el más alto de ellos, el interés social, sea servido cumplidamente y, llegado el caso, se le pueda resguardar. Sobre todo ahora.

Pero, ¿qué pasa con las columnas, o más precisamente, con los columnistas en México? Aparte de otros pecados menores, ¿acaso no solemos comportarnos con demasiada arrogancia, al extremo de erigirnos en fiscales, jurados, jueces y verdugos, todo a un tiempo, de personajes de nuestra vida pública? Juicio y sentencia, entre comillas, en los que no se ha querido ver más que un sólo aspecto de la cuestión  y esto, con frecuencia, sin el tiempo suficiente de reflexión, y sin ofrecer alternativas a los lectores, como si éstos, según el decreto imperial, no tuvieran otra posibilidad  que la de leer y obedecer. Juicios en los que, además, esplende la muy decente máxima de que todo mundo es culpable, hasta en tanto demuestre su inocencia… si es que el columnista y el periódico le dan oportunidad de hacerlo.

¿Qué ley, qué convención, qué asamblea soberana nos ha conferido la potestad de otorgar, con magnífica suficiencia, lo mismo salvoconductos imprescriptibles que inapelables pliegos de mortaja a funcionarios, dirigentes políticos o sindicales, empresas e instituciones?

¿Cuántos periódicos conceden al ofendido por una columna el mismo privilegiado espacio para expresar sus inconformidades o rectificaciones?

¿Cuántos juicios por difamación se ventilan en estos momentos –en los tribunales para ciudadanos vulgares- contra temibles columnistas?

Una de dos: o en este angelical país nadie incurre en tales delitos o el régimen jurídico de toda una nación y la moral pública se pueden poner en entredicho por la audiencia de unos pocos.

Pero hablar de ética entre nosotros los periodistas es como mencionar el cilindro: casi todos afirmarían que lo pueden tocar, pero no  muchos se ofrecerían de voluntarios para cargar con él. Y no porque deseemos vivir al margen de leyes generales o de particulares códigos de honor. Todo lo contrario. Nos preocupa profundamente lo que ocurre, y a veces hasta nos indigna y lo rechazamos. Pero también hemos sido perfectamente incapaces de hallar una salida.

Así las cosas, el boom de columnistas a que me refiero quizás debiera despertar   la conciencia vigilante de la sociedad para detectar a tiempo si este curioso fenómeno augura un perfeccionamiento del periodismo mexicano o simplemente agrava y extiende una amenaza que ya existía.

Un decidido empeño de respetar hasta el escrúpulo el estatuto especial del columnista y de afianzarlo para fundar con ello lo que puede ser el inicio de una gran tradición, sin duda honraría al director del periódico pero arroja sobre el columnista una tremenda, pública e intransferible carga de responsabilidad.

Los periodistas somos muy dados a la autocomplacencia y muy poco a la autocrítica; y desde luego, la sola posibilidad de que otros nos enjuicien nos parece una ofensa intolerable. Pero me parece que ya es tiempo de que en este país madure la posibilidad de un juicio imparcial y abierto para todas y cada una de las profesiones, sobre todo aquéllas que tienen las más altas y por lo tanto la más graves responsabilidades de servicio social.

La sociedad tiene que encontrar una solución, de algún modo. Es preciso que recupere su capacidad para juzgar a aquellos que dicen servirla, y para no permitir regímenes de excepción porque éstos llevan inevitablemente a servidumbres como las que quisieran imponer a esa misma sociedad grupos en los que alienta el espíritu del fascismo, y que se valen de ciertos periodistas – principalmente de los que practican géneros de opinión- para ir creando un infraestructura de ideas que eventualmente les facilite el asalto del poder, al tiempo que esgrimen  la invectiva y la calumnia como armas de intimidación contra todos aquellos funcionarios y líderes sociales a quienes consideren enemigos reales o potenciales.

A esto se expone permanentemente quien haya decidido practicar un género periodístico que mucho tiene, pues, de solitaria aventura.

A lo largo de muchas conversaciones con don Manuel Buendía tuve el privilegio de atestiguar cómo sus ideas sobre el periodismo y sus géneros se pulían y perfeccionaban hasta esplender. Una tarde de mediados de 1981, en la Universidad del Valle de Atemajac, estuve en el auditorio mientras el maestro exponía una de las pocas tesis estructuradas sobre este género. Fue en la conferencia titulada “Origen y proyección de la columna” que después publiqué en Ejercicio periodístico, de donde he tomado los párrafos en cursiva.

Por Miguel Ángel Sánchez Armas

 

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