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Duhamel y la Santidad Cotidiana

Mundodehoy.com.- Dentro de la larga producción de Georges Duhamel (Paris, Francia, 1884) destaca la novela “Diario de un aspirante a santo”, relacionada con la necesidad de encontrar un orden interior, incluso en circunstancias aparentemente precarias o insulsas. A través del personaje Jorge Salavin, que aparecerá en otras obras de este autor, vemos las dificultades que el hombre común enfrenta en su ánimo de ser santo. Claro, en el camino habrá de replantearse muchos aspectos de lo que la verdadera santidad significa: ante las tribulaciones diarias, Salavin se pregunta: ¿Qué haría un santo? Además, lucha contra sus propias fobias, como lo es el ver al vecino emborracharse ciertos días del mes con una puntualidad notable, pues irremediablemente queda tirado en los pasillos del edificio que habitan. 

Los problemas de Salavin no son muy distintos a los que todos tenemos día a día, pero el personajes decide enfrentarlos con el ánimo de ser santo. Incluso la palabra misma le reporta dificultades de anonimato ante sus mujeres y decide hacer su diario, pero colocando la palabra “turista” donde debía ir la de “santo”… hasta que percibe que ello puede ser ridículo.

El hilo de la novela resulta anecdótico y vemos múltiples pasajes donde el personaje se desarrolla interiormente en tanto se da cuenta que hay mucho de desconocido en esa intención de ser santo: se turba ante la sangre y la autodestrucción (se machuca levemente un dedo todos los días, hasta que por error su mujer le empuja toda la puerta encima: entonces decide que eso del autocastigo puede no ser una buena idea). Sobre todo, que ser santo en medio de un trabajo lleno de burócratas, en una sociedad que dista de auxiliar al individuo y con un sueldo que apenas alcanza para lo indispensable, tiene sus problemas. Incluso, cuando decide denunciar el engaño que la empresa hace al público con su publicidad falsa, es reprendido… y ascendido, para poder ser vigilado por su jefe, quien lo tiene becado: cobrando por no hacer daño con la información que tiene.

La obra, que por momentos parece ser humorística, en realidad tiene un profundo análisis de la condición humana y de los procesos mentales donde la conciencia llega, generalmente con olor agrio y doloroso, pero permite al pasante de santo continuar con su travesía inagotable. Y con sus encuentros fallidos con las religiones que aborda.

Difícilmente puede encontrarse una mayor libertad del individuo que en sus miras de realización (las logre o no). En ese devenir, la reflexión se dispara para todos lados: la justicia, la miseria como enseñanza, los límites inexactos entre la justicia y la caridad, el egocentrismo disfrazado de la santidad, la necesidad de evitar causar dolor innecesario, y muchas más. Entre tanto, el análisis que Salavin hace de los santos famosos llega a lugares insospechados (supone que las visiones de San Pablo en Damasco obedecieron a lo que había comido y bebido).

Duhamel nos adentra al análisis de los límites de la dignidad y la bondad de los seres humanos, pero claramente relacionados con la necesidad (¿o necedad?) de encontrar sentido a lo cotidiano. En este peculiar nihilismo de Salavin (le asegura a su jefe no practicar alguna religión; acepta no rezar por carecer de fe; se desilusiona del cura católico con el que se confiesa: “uno de esos eclesiásticos fatigados a los que nada interesa”; un pastor lo determina como esquizoide) su concepto de santidad se va moldeando según las necesidades cotidianas: ante la práctica autoconcebida de vivir alejado de su esposa y de su madre, se plantea el concepto de soledad y cómo la vivieron otros santos (bueno, los que así se han catalogado) y la duda de haber perdido “las migajas de dicha domestica” lo aguijonea cada tanto. Si debe enfrentar a un burócrata vividor (¿hay otros?), concluye que parte de la santidad es hacer penitencia por los pobres, sufrir por ellos y soportarlos en sus defectos. Aunque casi le cueste la vida el darle dinero y ropa, incluso en pleno invierno.

Quizá lo más entrañable de Salavin es advertir un dejo de ingenuidad e inocencia en su percepción del mundo y cómo se maravilla ante lo inesperado: cómo, gracias a esa cortedad de luces, la santidad llega a parecerle asequible, incluso con dudas recurrentes.

El concepto de la santidad como forma de sobrevivir en la sociedad que nos va consumiendo no es nuevo ni se ha quedado en Duhamel o en las reflexiones cargadas de locura de Flaubert con “La tentación de San Antonio”. Autores contemporáneos buscan esa misma vena de ausencia individual (en el intento de autodespojarse de la invasión de lo externo, de lo social). Entre otros, en 2001 el también francés Martin Page retoma esa vena con su libro “Cómo me volví estúpido”, luego reeditado en EUA bajo el sello Penguin en 2004. En este viaje a la “estupidez” el personaje Antoine decide vivir en una estupidez entendida como ignorancia, para sobrevivir su aparente falta de sociabilidad. Antoine recurre a los caminos menos pensados (desde la autoayuda hasta el alcoholismo o la drogadicción fallidas) para hacerse “estúpido” y dejar de pensar en los muchos cuestionamientos que lo agobian respecto de lo que mira todos los días. Hasta que se vuelve un próspero yupi que decide perderse en el consumismo y el mercantilismo… para concluir que esa estupidez tampoco logra despojarlo de su mirada medianamente crítica (aunque más que todos sus conocidos yupis) y termina donde empezó: mirando el mundo como un enigma.

La mirada interrogante que Salavin tiene sobre el mundo que lo rodea termina volteándose hacia sí. Aunque el personaje no visualiza que su “práctica” de la santidad es una herramienta más para sobrevivir al sinsentido cotidiano, sin duda muestra la necesidad humana de autoreconocerse en todo acto y hacer de las intenciones diarias y su ejecución parte de un universo que debería tener sentido, orden. Incluso con su clara intención de apartarse de lo religioso. Duhamel, tan solo por la persistencia de buscar la autoconciencia, debe seguir entre nosotros.

*Ricardo Wolffer Es definitivamente un tipo muy peculiar, por no decir raro; le gustan las películas de El Santo El Enmascarado de Plata, va frecuentemente a las luchas, (se puede tardar hasta una hora para conseguir el autógrafo  de su luchador  preferido, siempre enmascarado y después irse con sus hijos a echar el taco). Esto no tendría nada de raro, a no ser porque es también un devorador de libros, que lee con deleite a Dickens, (uno de sus autores preferidos) así como los clásicos rusos, a la par de las historietas ilustradas de todos los tiempos, amante de vampiros, zombis y fundamentalista de la ciencia ficción,  amén de ser un reconocido jurista y raquetbolista  de media hora, masca chicle y de vez en vez viaja en metro de tenis y lentes obscuros para ir a conseguir películas de arte a los más insospechados rincones capitalinos. Ah! y por si fuera poco, también es el creador del héroe (encapuchado no faltaba más) de la tira cómica Rabaman.  Conoce más de Ricardo Wolffer colaborador de estas páginas.

 

                

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