Juego de ojos
Un dato escalofriante de nuestra realidad, opacado por un peculiar mecanismo de defensa colectivo, es que alrededor del 95% de todos los delitos que se cometen en México quedan impunes.
La violencia es un dato creciente que ha multiplicado los expedientes judiciales en el país, pero los legajos duermen en las oficinas de un aparato de justicia empantanado por la sobrecarga, esclerosado por la insuficiencia de personal competente y disminuido por la corrupción. Sin embargo, no pasa día sin que los medios anuncien la captura de “operadores financieros”, “jefes de plaza” de éste o aquél cartel, capos de escurridizas bandas criminales, autores materiales de sonados asesinatos, y una larga relación de facinerosos cuya aprehensión, sin embargo, no se refleja en una baja en los índices de criminalidad.
Y nunca falta que los presuntos responsables aparezcan rodeados de robustos agentes en uniforme swat team y entre aeronaves y vehículos de última generación en escenarios diseñados para infundir en la audiencia la sensación de que contamos con una poderosa fuerza de lucha anticrimen… aunque el dato del 95% de impunidad siga ahí, inamovible.
Esto es porque sólo se da prioridad a los casos “de alto perfil” -como se les nombra en el ambiente político- porque son los que dan “buena o mala prensa”. Es decir, los que tienen repercusiones en los medios informativos y de los que está atenta la opinión pública.
Las víctimas del 95%, las que nadie nombra, los rostros olvidados, las muertes que nunca se mencionan en un periódico o en un noticiario de televisión y ni siquiera en las redes sociales, son mártires de una doble agresión: de la violencia y de la falta de justicia. Pareciera que en México vivimos un síndrome Genovese colectivo que los mercadólogos oficiales se empeñan en negar con las más depuradas técnicas del merchandising social, aunque el producto tras el deslumbrante empaque resulte un fraude, como se vio con el “hijo” del Chapo Guzmán.
¿Y a qué viene esta deshilvanada disquisición forense? A que me parece una contradicción que viviendo en un clima de violencia que nos regala a diario escenas dantescas, haya tal predilección por las series policiacas. Quizá sea por todos aquellos que nunca serán “famosos”, pero cuyas muertes lastiman no sólo a sus familiares directos sino a la sociedad, al vecino, al que vive en la misma ciudad, en la misma colonia; al conocido que acudía a la misma escuela, al colega y a los hombres y mujeres de la calle, que identifican los episodios trágicos con la representación de las historias imaginarias de violencia, muerte, investigación y búsqueda de los culpables como las que se abordan en las series policiacas y condensan en ellas una parte del ansia de justicia que palpita entre la ciudadanía.
A diferencia de lo que ocurre en las historias clásicas de la novela negra, los delincuentes no adquieren casi nunca el papel de antihéroe. La exacerbación de la violencia acabó con la idealización del bandido bueno. Todavía pulula por ahí la mitificación de algunos personajes del crimen organizado benefactores de algunas comunidades, pero sólo como triste recuerdo nostálgico frente al vuelco que dio el nivel de violencia.
Algunas series televisivas siguen explotando con éxito al bandido bueno, pero para que sea de ese modo éste debe encarnar una parte de la justicia que normalmente está ausente en los procedimientos establecidos oficialmente de la lucha contra el mal. En la serie Dexter, el protagonista es un investigador forense especializado en el análisis de la distribución de la sangre en las escenas del crimen y al mismo tiempo un asesino en serie que “hace justicia” matando a criminales. Un vengador moderno que utiliza el conocimiento forense para encubrir su personalidad de Jack el destripador.
En Crimen delicioso, análisis sociológico de la novela negra, Ernest Mandel señala que este fenómeno “responde a una necesidad de distracción —léase entretenimiento— agudizada por la creciente tensión del trabajo industrial, la competencia generalizada y la vida citadina”. En las series de televisión, el espectador atestigua que generalmente los culpables, los asesinos, los violadores, los defraudadores o cualquier otro delincuente, pagarán sus culpas, lo cual lejos está de ocurrir en la vida real, donde los agentes investigadores, como lo vimos recientemente en el aeropuerto de la ciudad de México, son lo contrario de la integridad y el compromiso con la justicia y la verdad del entomólogo forense Gil Grissom de la serie CSI, del detective Jack Malone de Without a trace, del investigador Adrian Monk, del psíquico Patrick Jane de Mentalist que con su gran capacidad de observación y conocimiento del ser humano descubre invariablemente al asesino o del agente especial Seeley Booth, quien en compañía de la antropóloga forense Temperance Brennan, mejor conocida como “Bones” no dejan títere criminal con cabeza.
¿Cuál es el atractivo que ejercen las series policiacas o detectivescas? Porque sólo he anotado unos cuantos nombres, pero son numerosos los títulos de series de este corte: desde las viejitas como Los intocables, Colombo, Starsky and Hutch, El Superagente 86, Kojak, Mujer policía, pasando por NYPD, Dragnet, Las calles de San Francisco, Miami Vice, The Fugitive o Magnum, otras más recientes como The Wire, Cold Case, Los Soprano, 24, Prison Break, White Collar y Dexter, hasta la amplia gama de títulos que han nutrido considerablemente los productores Jerry Bruckheimer y Dick Wolf con franquicias de series exitosas como CSI que tiene versión Las Vegas, Miami, New York y Los Angeles y Law and Order, la veterana de las series con 20 temporadas y sus franquicias L&O Special Victims Unit y L&O Criminal Intent.
Mandel señala que hay una creciente preocupación por el crimen, la lucha constante entre la vida y la muerte, entre el crimen y el castigo y “una necesidad objetiva de la clase burguesa de reconciliar la conciencia del ‘destino biológico’ de la humanidad, de la violencia de las pasiones, de la inevitabilidad del crimen, con la defensa y apología del orden social existente”. En muchas ocasiones se ha anatemizado a la televisión porque hace apología de la violencia y no ha faltado la tentación de la censura. A pesar de ello, Mandel asegura que “el criminal produce una impresión en parte moral y en parte trágica, según el caso, y de este modo realiza un ‘servicio’ al estimular los sentimientos morales y estéticos del público”.
Hace años los estereotipos clásicos del policía y el criminal operaban eficientemente, pero a medida que la propia realidad ha cambiado y han evolucionado los gustos y el consumo de la producción en este género, las historias y los modelos se han transformado. Hoy la delincuencia no se sintetiza en el contrabando y la venta de sustancias prohibidas sino que sus horizontes se han expandido de tal manera que el crimen organizado forma poderosos sindicatos criminales cuya relación con los representantes de la ley se ha entremezclado hasta el punto de que resulta complejo discernir la verdad de las historias.
En las series de tele, las fuerzas policiales no se presentan prístinas e incorruptibles, sino negociadoras; pueden llegar a acuerdos con los delincuentes según el beneficio a obtener. Pueden incluso justificar algunos delitos en nombre de un bien mayor. Los criminales, por su parte, no necesitan ser antihéroes sino sólo seres humanos de carne y hueso y pueden llegar a ser incluso simpáticos como Tony Soprano o Dexter, aunque sean capaces de cometer asesinatos escalofriantes.
Mandel encuentra que las razones por las que la sociedad capitalista ha escalado a niveles superiores de violencia y crimen son las mismas que dan sustento a su progreso, por decirlo de algún modo. “El crimen organizado, más que ser periférico a la sociedad burguesa, surge en virtud de las mismas fuerzas motivadoras socioeconómicas que gobiernan la acumulación de capital en general: la propiedad privada, la competencia y la producción generalizada de artículos de consumo […] el mundo de los ricos es también el mundo del hampa, en especial desde que los hampones más importantes se han vuelto más y más ricos en términos relativos, y desde luego cualitativamente más ricos incluso que el policía más rico o que la enorme masa de políticos”, al grado de disputar con éstos un lugar en la lista de Forbes.
Como vemos, incurren en un gran equívoco quienes culpan a los medios de propiciar la violencia. Los relatos policiacos, con su muy larga tradición, y las numerosas series televisivas con el tema policial, gozan de un amplísimo público porque la sociedad se reconoce en ellas, porque la violencia, la delincuencia y el crimen forman parte inherente de la dinámica actual de nuestras sociedades.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla. 4/5/12
@sanchezdearmas
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