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Opera para neófitos

Ahora que han terminado las elecciones, con su edecán jugosa, con los insultos cruzados, los debates igualitos a los gringos; ahora que el futbol está para llorar (cuándo no); ahora que se pierden los cadáveres importantes, haga Seido como haiga Seido; en fin, ahora que no hay mucho que ver en la tele y diarios, es momento de voltear a la cultura, antes de que el nuevo Presidente se busque un amigo lector como él para dirigir los destinos nacionales ilustrativos. La ópera siempre es una opción. Más ahora que acaba de pasar “El barbero de Sevilla” (nada que ver con Fox y su lealtad partidista: con el partido de Peña, se comprende). Si usted nunca ha ido a la opera, no se preocupe: los mitos alrededor de esta supuesta exclusiva forma de diversión no son del todo ciertos.

MITO: hay que saber varios idiomas para ver las óperas alemanas, rusas, italianas y hasta en inglés. Falso. Desde hace años se puede leer la traducción en una pantalla arriba del escenario del Palacio de bellas artes. A veces hasta los ponen cuando la ópera es en español, especialmente cuando cantan Chaf y Kelly.

MITO: sólo va la gente bonita. Falso. Tanto pueden ir los más elegantes y aristocráticos mexicanos, como la pura runfla del peladaje. Y nada garantiza que el emperifollado anciano que dice saberse todas las arias sea educado y prudente (que no haga ruido, pues) durante la función. Los hay que se ponen a silbar desde la overtura (el inicio) y que cantan “por lo bajo” (se oye hasta gayola) las arias famosas: en realidad las guashagüean (en ves de la letra, balbucean sonidos similares con solo las silabas del guashuguá). Y cuidado con decirles algo, porque de inmediato invocan su pasado porfiriano y sus cuentas en dólares en la frontera gringa: son unos nacos con dinero, ni modo. O hay quienes hacen el esfuerzo de inculcarles a sus hijos tal género musical, para ver si los libran del reggaetón, de la trova o de Arjona. Entonces los chamacos se la pasan diciendo: “ya me quiero ir, tengo que ir al baño” y aunque la madre les pellizque las zonas blandas, los niños no se están quietos. O, peor aún, los escuincles se pasman como momias (el miedo no anda en burro) y las madres interpretan el terror como signo de atención, entonces les leen cada una de las oraciones en la pantalla. Y ni modo de reclamarles, porque a un viejo pesado siempre se le puede amenazar con promoverle un juicio de interdicción (locura senil), pero las madres y sus hijos son más intocables que el Chapo Guzmán. Otro tema es la vestimenta. Hay las niñas adineradas que piensan que la ópera es como un coctel en Milán y son capaces de ir con togas o como cortesana victoriana. Y al revés: no faltan los culteranos que suponen que el gozo va por dentro y se visten como pordioseros, pero, eso sí, con ropa de marca súper cara. No se ven bien, diría la Kukis Korkuera y Fandanguéz. De los humores que se respiran después de dos horas de estar sentado, ni hablamos. Entre que a los viejillos incontinentes no les da para cambiarse el pañal de adulto y que los chamacos llevan horas consumiendo chocolates (comprados a precio de oro en la “dulcería” del Palacio de Bellas Artes), los gases tóxicos humanos harían palidecer al napalm usado en Vietnam. En esto de aparentar lo indefendible (el naco piensa que nadie se da cuenta de su naquez insostenible, cuando que ni Juanito lo toleraría como acarreado en Iztapalapa) nunca falla el tema de cuándo aplaudir en la ópera. Los cánones indican que habrá que esperar al final del acto para no interrumpir el desarrollo dramático, incluso en las óperas humorísticas, que también tienen su ritmo; pero los villamelones insisten en aplaudir cada intervención que les gusta. Les parece justo reclamar para que repitan las arias famosas, como “La furtiva lágrima”, el “Nessun dorma” y muchas más. En alguna ocasión me tocó ver una bronca a golpes que ya hubieran querido en La Perra Brava, porque una anciana le dijo “ignorante” al entusiasta aplaudidor de los cantos de “Los payasos” cuando ni siquiera había acabado el aria final: como el entusiasta iba con su madre, las señoras se han dado unas cuantas cachetadas con boxer revolucionario.

MITO: todas las óperas son profundas y muy sentidas. Falso. Hay unas bufonadas muy celebrables, ya sea por la composición argumental o musical (Rossini y Mozart no salen de cartelera por lo mismo) o porque la puesta en escena ha resultado, como película de Juan Orol, de un humorismo involuntario notable. El maestrazo Gurrola decidió montar la “Cavalleria rusticana” en Jalisco, con el discutible argumento de que es lo mismo Sicilia (donde se desarrolla el argumento original) que los altos de Jalisco. Cuando entró el caballo a escena con el charro cantante (ay, Jorgito Negrete, dónde estarás) la mitad de platea abucheó. La rechifla al final fue inclemente. También hubo empujones y panzazos en gayola entre los “muy cultos” y los “muy liberales”. En el festival “Viva Vivaldi” organizado en el centro histórico del D.F. se han estrenado obras de los divertidísimos Gilbert y Sullivan, incluso dobladas al español chilango. Ahora, si usted es un viejo cochino, al que han corrido de todos los table-dance del centro (que ya son como de quinto patio), puede ir a ver si hay algún desnudo femenino. En el “Sansón y Dalila” de hace varios años, metieron un ballet con encueradas que sorprendió a más de uno. En el “Don Giovanni” presentado hace poco en el Teatro de la Ciudad, TODOS los cantantes aparecieron desnudos en algún momento y las alusiones a las actividades carnales del tal Giovanni y las numeradas féminas que fue pasando por la piedra, no eran nada indirectas. Más de uno dejó salir un “mamacita”, “papucho”, “me voy a subir a ayudarles”, “presten, perros” en la introducción musical, donde el tenor hace la finta de imponer cópula a varias damiselas de nada malos bigotes. Claro, hay muchos dramas en los que ellas y ellos mueren peor que si hubieran caído en las manos de los Zetas o de los granaderos de Morelia, pero no necesariamente el drama es aburrido: la poesía de Wagner, incluso en la tetralogía del Nibelungo, que dura casi 16 horas, resulta conmovedora: conmueve más que la despedida de Calderón.

MITO: ir a la ópera es más caro que casar a una hija. Falso. A menos que se trate de ver a Placido Domingo o a importados similares (Eva Marton, etc.), los precios de primeras filas no suben de mil pesos. Si se toma en cuenta que ir al box en la nueva arena de la ciudad de México está arriba de los 3 mil pesos o que las luchas gringas pueden costar todavía más, la verdad es que el precio de los boletos no es pretexto para no ir. Más si quiere ver las transmisiones en vivo desde el Met de Nueva York, que bajan de los $500 en lo regular y que suelen rematar en la entrada.

MITO: es sólo para gente educada musicalmente. Falso. Cuando pasaron a Pavarotti en pantallas públicas, todos los foros se llenaron y muchos tenían tipo de no saber leer ni escribir en un pentagrama. Muchos lloraron, no sabemos si por ver a los del gabinete a unos pasos y no poderles cobrar sus chistosadas.

Todos a la ópera.

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