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Pita: primero mi yo

Por Martha Chapa

Mundodehoy.com.- Pita Amor: escritora, poeta, dibujante, la hermana mayor del diablo, diosa al mismo tiempo, la más joven del mundo, imperiosa, dictatorial, intolerante, dueña del universo, hermosa, apasionada y, por supuesto, muy pero muy polémica.
¿Cómo adentrarse en las entrañas de una mujer impar? ¿Conocen alguna fórmula posible, verosímil? Tarea difícil, por no decir que casi inalcanzable. Imagínense si no: inventó una casa dentro de ella, se consideró la hermana mayor del diablo, tenía las venas tan frágiles que se le quebraban como la parafina, se autonombro la eternamente más joven del mundo, acudía a las farmacias a comprar dosis homeopáticas de amor y solía compararse con el que más.

Mujer que habló de todas, con todas y por todas. Mujer que hablaba latín, y, por supuesto, no tuvo tan buen fin. Gritaba a los cuatro vientos que México le quedaba chiquito y, al mismo tiempo, presumía y hasta hacía gala de su incapacidad para respetarlo. “¿Qué se puede esperar de un país —pregonaba enojada— en el que se dice ‘seño, señito, disculpe usted’, ‘¿muchachita’ o ‘muchachito?’” Una mujer que no creía en el amor, sino únicamente cuando lo usaba como apellido. Guadalupe tampoco se arrepentía de sus pecados y casi nunca de las estupideces que llegaba a cometer, de las cuales, por cierto, ni se acordaba; si acaso de una que otra y muy de vez en cuando.

Sí que fue un gran atrevimiento haberme acercado a ella, haberla interceptado. Tal vez porque me encantan los gatos y sucumbí ante la posibilidad de acariciar una fiera: dulce, tierna en ocasiones y bravísima en otras, mujer al fin, al fin mujer… 

Cuando lo pienso, creo que no la hemos comprendido en su cabal dimensión y a la vez me pregunto, ¿qué necesidad hay de ello? Con admirarla es bastante. Ella decía sabiamente y con gran seguridad: “yo no quiero que me quieran, sólo quiero que me respeten o hasta que me teman, como a Napoleón”. Tal vez tenía razón: el amor, pariente cercano de la muerte, duele, estremece. Y lo hemos visto a través de la historia, con los seres talentosos, geniales, habitados por la pasión y habitantes de ésta, que escapan a la visión normal. Son intangibles, volátiles, etéreos y extremosos. Inasibles.

Permítanme entonces platicarles como conocí a Guadalupe Amor: fue una tarde en que la bruma y la nostalgia, el lodo y el cielo se dieron la mano; creo que hasta inspirados en ella se dieron un beso prolongado, prolongadísimo e interminable. Cuando estreché la mano de Pita me eclipsó la inmensidad de su mirada, la arrogancia de su presencia, la sonoridad de su voz, la eterna flor que prendía entre sus cabellos rojos. Igualmente me atrajo su seguridad absoluta y me intrigó su displicencia que, hay que reconocerlo, llegaba a ser insultante en muchas ocasiones. Me deslumbraron los incontables anillos que llevaba: portaba más anillos que dedos había en sus manos, a los que se sumaban otras muchas joyas que me desconcertaron por la cantidad y porque no imaginaba para qué los necesitaban aquellas manos, aquellos brazos, aquel cuello de la mujer que había dado a luz a las Décimas a Dios. Manos que continuaron escribiendo y dibujando muñecas, pájaros de colores, búhos tiznados con el hollín, quizá proveniente de su conciencia un tanto calcinada por la imaginación y el dolor de haber perdido al hijo único. Audaz, intensa, valiente, fecunda y creciente. 
Aquella tarde lluviosa, cuando la conocí, en el ambiente destacaban los colores pardos, entre grises y morados, podría decir que casi amoratados o ensangrentados por la desolación del delirio y matizados por intensas experiencias vitales. Me encontraba en la galería de Lourdes Chumacero, donde se exhibía una muestra de mi obra. Pita llegó súbitamente, como solía hacerlo. Al verla, mi primera reacción fue de miedo, casi terror. Me pregunté: ¿a qué hora me insultará, cuándo llegará el turno de que me propine sin motivo alguno sus famosos paraguazos? En una palabra, me desconcertó su arrolladora personalidad. Había escuchado a múltiples voces referirse a su difícil temperamento. Opté por observarla. Me quedé quietecita en un rincón, platicando con Lourdes, a quien, por supuesto, le pregunté si eran ciertos los comentarios que circulaban acerca de la poetisa. Su silencio respondió todas mis dudas y hasta confirmó los muchos rumores. 

En tanto, Pita miró con detenimiento mis pinturas. Yo, expectante, no atinaba a saber qué opinaba sobre mi obra, si le gustaba o no, si sus gestos denotaban buenas o malas señales y, por supuesto, no me atrevía a preguntarle directamente, porque yo, como todos, temía su reacción. Aparentemente conté con su beneplácito o quizá fue sólo mi ilusión de recibir un veredicto positivo. Aunque tempo después me dijo que mis cuadros le habían gustado, y mucho. 

Quiero creer que así fue, pues, para mí sorpresa, Pita se me acercó con comedimiento, actitud que, como es del dominio público, no era frecuente en ella. No me pregunten por qué gocé de ese beneficio, pues lo ignoro. Expresó su interés por mi obra: “Escribiré un soneto”, me dijo. Me atreví a preguntarle, con una mezcla de orgullo e incredulidad, cuándo lo haría. Me contestó enfática: “Ahora, en este instante; aguarda, que te lo daré”. Cumplió su ofrecimiento y ante ese extraordinario hecho no pude evitar emocionarme, me cambió el ritmo cardiaco, se alteraron los colores de mis mejillas, se me secó la boca. No lo podía creer, era una fantasía. 
Justo ahí, en ese raro y misterioso encuentro, que ocurrió hace más de veinte años, nació nuestra amistad. A partir de entonces la quise mucho y a ratos pienso que ella a mí también, hecho infrecuente pues, como todos sabemos, Pita no era pródiga en expresiones de afecto. Su manera de expresármelo era revolviéndome el cabello que, decía, le gustaba por su olor, color y abundancia.
Con el paso de los años comprendí que Pita era capaz de todo, de absolutamente todo. Lo que yo había oído sobre ella era un pálido remedo de la realidad.

Pita Amor fue una mujer que despertaba grandes pasiones, menos de las que ella aceptaba, pero nunca las que quería o las que necesitaba su ego. No se le antojaba expresar sus sentimientos, al menos en la forma convencional, normal. Pero, ¿qué significaría “normal” para ella? Su energía quedaba plasmada en su obra, sin olvidar que ella misma era su obra más importante. Pita era ella, sólo ella, y su obra, su estuche mismo.

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