Entretenimiento

La pandemia, el semáforo rojo y la felicidad necia

Por: Ricardo Guzmán Wolffer


Escribo esto sólo con los dedos índice. A fuerza de usar gel antibacterial, especialmente el de una tienda, donde lograron crear un híbrido de lodo de manglar con el citado gel, se me han ido craquelando los otros dedos. El precio de la salud tiene un costo.

Se dice todo el tiempo que el mexicano es cercano a la muerte, que el día de muertos es único y hasta películas hacen al respecto, pero a la hora de ver cómo caen miles de compatriotas por el covid, la insuficiencia hospitalaria, los discursos políticos encontrados y las olas incontenibles de desempleo, delincuencia y desesperanza, pos sólo nos queda reír o llorar, sufrir o esperar, rezar o descreer. No es raro que en los velorios alguien estalle en carcajadas demenciales que harían palidecer a Pepe el Toro con el Torito-chicharrón en brazos; o que a las peores desgracias se hagan chistes. Ni un día tardaron los chascarrillos después del terrible temblor del 85; para cuando llegó la réplica al día siguiente, muchos nomás se reían durante las sacudidas.

Los extremos a los que hemos llegado son más que trágicos, pero en la mente escapista del mexicano promedio, incluso para quienes han perdido familia, empleo, salud, mascotas y hasta el campeonato de futbol en los últimos minutos, la risa se anida tomada de la mano del dolor profundo. A estas alturas nadie duda en que las mejores medidas son las preventivas, pues la realidad ha evidenciado que el sistema de salud en toda la república dista mucho de parecer europeo. Y entonces viene lo estrictamente mexicano, el pensamiento mágico donde realidad y fantasía se mezclan.

Según la nota “Luchadores agarran a sillazos a quien no use cubrebocas”, en Irapuato, alguien del Ayuntamiento tuvo la maravillosa idea de poner a luchadores profesionales a darle de sillazos a quienes no usaran el cubrebocas en la vía pública. Chulada de campaña. Esta no lo tiene ni Obama. Primero, regalaron cubrebocas a los transeúntes que no trajeran; luego, buscaron a los luchadores con nombres más propicios para esta eficaz idea: “Moco”, “Lepra”, “Gargajo”, entre otros. Después los soltaron entre la gente y a punta de sillazos los obligaban a usar el preventivo aditamento. Claro, si uno se fija en el video con calma, los golpeados con sillas meten la mano y bajan la cabeza para recibir el impacto. Caen al suelo y se levantan sin mayor respuesta para obedecer. Son actores. Pero los otros peatones no pueden saberlo al momento y muchos atienden al llamado a tiempo. Incluso se escuchan las risas de uno que otro mirón. Después replicarían tal campaña luchadores chilangos de Xochimilco, pero aplicando llaves a los peatones sin cubrebocas. Voy a recomendar esa campaña en la OMS.

Sólo en México, verdad de Dios. Y la mente vuela. Clarito me imaginé a los rudazos del pancracio nacional en pleno zócalo capitalino separando a la gente a puro laminazo en el rostro; o, mejor aún, entrando a una mañanera para aplicarles un martinete a esos “reporteros” autocaricaturizados por su atuendo, sus preguntas serviles o sus ataques “despiadados” a quienes se atreven a hablar mal del usuario de la primer estampa político-religiosa “detente, enemigo”. Y debe ser buenísima, pues si no se hubiera usado como inicial remedio contra el covid, probablemente estaríamos en cifras impensadas por el gran zar antivirus, siempre invicto y sonriente.

Nada más humano que la hilaridad. Henry Bergson dice en su ensayo sobre “La risa” que el peor enemigo de ésta es “la emoción”. Ya lo sabíamos: si nos ponemos a ver la situación con un poco de caridad y afecto, nomás no nos reímos. Es imprescindible que por un momento olvidemos “ese cariño y hagamos callar esa piedad”. Y entonces sí, el alud de memes no me dejará mentir. Nos reímos de todo y de todos, siempre desde la perspectiva del mexicano promedio. Si en otros asuntos socioculturales podemos decir que hay cientos de Méxicos paralelos, en la carcajada hay una hermandad impensada. Lo mismo se burlan los millonarios que el lumpen proletariado. Si la risa es social, ahora ese concepto se amplía. Ya no es por región sino por país. Mientras en otras naciones ponen toque de queda y la gente la respeta, en México todo es al revés. Desde que me acuerdo, todo es al revés. Si Echeverría o López Portillo decían que el dólar nos hacía los mandados, todos corrían a comprar billetes verdes en espera de la inminente devaluación; si De la Madrid decía que no tendríamos problema de abasto de la canasta básica, todos corrían al supermercado a comprar como si nos fuéramos a encerrar por generaciones en un bunker en la cisterna del condominio; y así hasta llegar con el actual presidente: en cuanto anunció la lucha al huachicol, todos corrimos a llenar el tanque del automóvil. Todo es al revés.

Por ello no extraña que, si nos dicen que nos quedemos en casa, sea el momento de que los vecinos armen los pachangones. El humor se asoma en los extremos, por ser antinaturales. Lo que nos hace olvidar lo humano, es risible. Y así sucede cuando nos enteramos de que ricos y pobres, fifíes y pueblo bueno, son capaces de hacer fiestas de cientos de personas en plena pandemia. La verdad, llama a la risa esa necedad en buscarle tres pies al gato: por fin logran casar a la solterona de la familia, para que antes de la firma ante el juez civil o la confirmación religiosa, lleguen a detener la fiesta los infames protectores del orden público. O por fin baja de peso la quinceañera, para que no la dejen mostrar la cinturita de boiler con su listoncito rojo que le ayudó a hacerse figura de modelo Rotoplas. No hay derecho, joven.

Otra fuente de humor son los ya generalizados webinares o reuniones por zoom, Google o con la plataforma que prefieran. Desde los diputados que han aparecido en paños menores o inexistentes, hasta el legislador capitalino que dejó registro de su voz aguardientosa producto de un consumo sostenido de etanol con octanaje mayor al permitido para el consumo humano, para votar en contra del panista, cuando éste ni siquiera había iniciado su discurso y menos se había llamado a la votación del presupuesto para el 2021. Ni se diga, ya lo comenté en este espacio en diversos textos, los tremendos patinones durante las clases en línea o el trabajo a distancia. Meses de diario entrenamiento no han servido para que los niños, adolescentes y adultos apaguen el micrófono en el momento menos propicio o se percaten de que la cámara está tomando a la madre al salir de la regadera o al padre utilizando el jardín para ahorrar agua mientras limpia los riñones contra un mingitorio invisible sobre un arbusto cada vez más seco y amarillo. Ya nada nos importa, más que esperar que un viento divino nos imbuya con conocimientos pedagógicos, paciencia budista, precisión en la obligación de hacer tres chambas al mismo tiempo (maestro, trabajador a distancia y ama de casa); eso suponiendo que nomás tengas un hijo en situación de escolaridad en línea y con las pantallas suficientes para ver al jefe, ver a la maestra y ver los chats de los cuatotes del trabajo, como el Agustín o el Miguel, que nomás están haciendo chistes de la señorita fulana que insiste en verse bella a pesar de haber sido expulsada de todos los centros de aplicación de botox precisamente porque ya nomás le quedan los ojos, las uñas y los dientes sin haber sido inoculados hasta el limite del citado líquido.

Si al principio era la novedad dejarse la barba o el cabello largo, ellos, o simplemente dejarse de pintar las canas, ellas, 9 meses después los rostros en los webinares de familiares y compañeros son claramente de otras personas. Varios de mis amigos se dejaron la barba y afirmaron no rasurarse hasta volver a vernos, confiados de que, como dijo el estratega del covid, era un resfrío que duraría unas semanas. Pues hoy parecen náufragos. Y entre que se les decolora la barba, que no se lavan bien los residuos de comida, que medio se les enreda con el cubrebocas, son unas imágenes dignas del medioevo y sus representaciones del infierno.

No hablemos de la calidad del internet, porque no hay compañía que resista con una sola línea tales escenarios de usos múltiples de computadoras mientras se descargan archivos con imágenes, memes, y las infaltables mujeres de poco vestir que irremediablemente se mandan los señores y muchachos sin importar que el chat tenga otros propósitos de mayor alcance espiritual. No diré que en chatigrupos con mujeres no suceda lo mismo o peor, pues me ha tocado ver las cosas que mandan algunas y verdaderamente le provocarían un infarto del susto al Padre Ripalda con todo y su catecismo. Dicen nuestros superlegisladores que ahora el internet lo pagará el patrón y asunto resuelto. ¿Y si tengo hijos y estoy desempleado, debo la pensión de los hijos procreados con concupiscentes damas diversas a la actual pareja, le aposté todas las tandas al triunfo del Cruz Azul (me dijeron que apostara a que perdía, pero soy necio) y encima estoy enviciado con las series de las plataformas? Como que les falta legislar sobre muchas situaciones a esos señores que se dan unos aguinaldos que no los tiene ni Obama.

Y si de servicios hablamos, mi compadre Dan me comenta que por su casa se va el agua precisamente en estas épocas. Imagínense ese escenario: todos juntos luchando por el internet y oliendo a león marinado en lodo orgánico con extraños submarinos dejados por otros animales que no tenían cómo jalar la taza del excusado. Si el departamento es de los que estaban pensados para dos personas que pudieran caminar de lado indefinidamente y que resultaron con varias bendiciones, empezando por los suegros que llegaron para cuidar a los hijos, ya se imaginarán el problema olfativo para lavar los trastes, el baño y, ya como un lujo, los cuerpos de cada integrante de esa familia del mal (oler) y del buen decir.

Añádase a esto que en pandemia las familias crecen. La primera generación de Covidios ya nació y todo indica que seguirán engrosándose las estadísticas nacionales cuando esos sufridos padres de más de un chamaco sólo encuentran como consuelo ante tanta adversidad los medios dados por la naturaleza para obtener más endorfinas, oxitocinas y demás hormonas de la felicidad que cuando él ve el futbol (siempre y cuando no use playera azul) o ella mira a los galanes de sus novelas, series o películas infantiles. Extrañamente, muchas madres insisten en acompañar a sus hijos en ver a Aquamán o Superman sin playera por enésima ocasión. Y ahí inicia el círculo virtuoso: ellas se ponen nerviosas con esas visiones inalcanzables (ya quisieran que los esposos tuvieran esos pectorales o esa cintura; bueno, se conformarían con que tuvieran cintura, es verdad), luego ellos las confortan y en 9 meses la situación se complica un poco más. Claro, la suegra siempre ayuda recordando que donde comen doce, pueden comer trece, pero que mejor se apuren con otro hijo para evitar ese número de mala suerte. Mientras, el yerno ya no siente lo duro sino lo tupido.

La remembranza de otras enfermedades en otras épocas nos hace dimensionar el fenómeno global actual. En números generales, ante los millones de millones de personas que abarrotan el planeta, los fallecidos dan un porcentaje mucho menor a los caídos por la peste negra en Europa, o a los prehispánicos conquistados por las bacterias traídas por Cortés y sus peninsulares, por dar unos ejemplos. Pero hoy la posmodernidad da mayor peso a la percepción personal. Y es que a estas alturas nadie puede decir que no tenga alguien cercano que hubiera dado positivo al covid ni que no conozca a alguien que hubiera fallecido por tal enfermedad. Y de ahí salen carretonadas de chistes relacionados con la incapacidad de oler o saborear, síntomas asociados al covid, y que son de fácil actualización cuando la esposa, la suegra o la vecina que nomás encontró como tabla de salvación vender desayunos, comidas y cenas, simplemente no tienen buena mano para hacer apetecibles las viandas. Frases como “no sabe a nada, pásame la sal” se evitan para no poner en alerta a media familia. Y si a eso se añaden las super etiquetas que las autoridades de salud tuvieron a bien ordenar se colocaran en todos los alimentos, pos francamente es un reto que algo sepa como antes de que nos enteráramos (nadie lo supuso nunca) que la comida chatarra no aportaba nutrimentos indispensables, que la cerveza no equivale a un bisteck, que todas las carnes pueden ser dañinas en exceso y que, si sólo nos guiáramos por esas sesudas etiquetas, no habría alimentos que tuvieran el sabor delicioso que probábamos hace algunas décadas cuando la manteca, la mantequilla, el azúcar y las harinas indispensables para toda la comida de la vitamina T (tacos, tlacoyos, tamales, etc.) reinaban entre aquellos sufridos usuarios del descontrol en la pirámide alimenticia nacional.

Entre la confusión alimentaria, los apetitos desenfrenados (no hay serie que no aguante una bolsa de papas o churritos con salsa valentina, limón y un poco de chamoy en polvo), es de esperarse se den escenas propias de países en guerra. Las multitudes atracando centros comerciales se han difuminado, al menos en los informativos, pero los compradores de pasteles o vituallas en comercios de membresía ha llevado a las autoridades a clausurar algunas tiendas. Prefiero reírme con la necedad humana que agobiarme ante la mera posibilidad de un desabasto en la distribución porque la población no puede entrar en orden a hacer sus compras. Los empujones en las filas son cosa común: “Sana distancia, estúpido”, “estúpida tu santa madre”, “no le hables así a mi abuela, seguidora de tal partido político”, “con mi partido político no te metas”. Y entonces las luchas partidistas revientan la entrada a cualquier tienda. Entre los conservadores (quieren conservar su lugar en la fila), los fifíes (se saludan de chiflido “fí- fí”, al tiempo que se hacen señas con las manos), los sufridos empleados con suelditos de cuarenta mil pesos (una baba de perico, según alguno de los integrantes de las nuevas generaciones de legisladores norteños), todos creen tener mejor derecho para gastar su dinero. Los extremos son de risa. Ya no compran cientos de rollos de papel higiénico para el baño, ahora compran de todo.

Mientras unos ven el lado amable de no gastarse todo el aguinaldo por no tener restaurantes a donde ir a comer como marajá en harem, o centros comerciales con baratas para arrebatarse los bolsos; otros tienen tiempo de sobra para ver con los niños los regalos que éstos habrán de pedir a Santa Claus (ura de la tarjeta de crédito: Claus-ura) o a los reyes magos (sólo un acto de magia hará que el dinero alcance a enero). Y mientras nosotros hacíamos las cartas dando por hecho que en lugar del juguete de acción o de la bicicleta, los reyes o el gordo envidioso ese nos traerían calcetines blancos para la escuela o calzones para reponer los rotos a fuerza de frenar la avalancha con pantalones, calzones y cadera luego de que los tenis nomás no resistían. O que recibiríamos una “enciclopedia británica” o algún “Tesoro del saber” en lugar del compendio de comics de nuestro héroe favorito. Las nuevas generaciones tienen un verdadero universo para pedir mediante cartas enviadas por mail, pues esa bonita costumbre de amarrar papeles a globos regulares o a globos impulsados por velas se ha perdido ante los destrozos causados por esos artefactos demoníacos tanto en los tanques de gas del vecino, como en las ya extintas parvadas de aves citadinas.

Muchos han optado por el rebote (de cintura: subir cuatro tallas es divertido, mientras no intentes cerrarte los pantalones) que por el rebrote. Yo insisto en hacer ejercicio todos los días. Apenas así he librado mis neurosis de encierro, de fallido maestro, de discutible cónyuge auxiliador, de tutor para mis hijos y hasta de buen ciudadano, por no tener la paciencia para que me toque mi turno en la fila de las vacunas anticovid. No diré que soy menor de edad, ni miembro de las fuerzas juveniles de la tercera edad, pero para llegar a mi segmento vacunatorio nomás faltan unas cuantas decenas de millones de mexicanos. Y eso suponiendo que de verdad funcione la vacuna.

Yo esperaba la versión rusa, a ver si como efecto secundario me sentía Doctor Zhivago en brazos de Julie Christie en la versión del 65; o en personal concierto con la Netrebko; o de plano ver si heredaba alguna facultad del zar, ese sí es zar, Vladimir Putin, verdadero referente en cosas de machos, desde montar a pelo un oso rabioso, cazar a mano limpia tigres siberianos o salir de la KGB con el plumaje impoluto. Es como si García Luna o Gertz Manero o el Negro Durazo hubiera sido el candidato presidencial triunfante. Bueno, tal vez exageré. Es el espíritu festivo.

Lo importante no es lo que suceda, sino cómo lo recibas.

De poco servirá salir vivos, con trabajo (o sin deudas), con salud, con cintura, sin acné, y sin miedo al éxito, cuando esta pandemia de verdad comience a bajar, si no salimos con el espíritu fortalecido. Me siento bien, pero me siento mal, canta el ídolo Jaime López. Yo me quedo con las sorpresas de este encierro, como descubrir a los amigos que se dedicaron a estar a mi lado en toda circunstancia; a los parientes que compartieron conmigo su historia y alegrías, como la tía Rosa Wolffer que ahora me vengo a enterar era usuaria fanática de los dibujos de “amor es” que fueran tan populares hace medio siglo (ella era una recién nacida, para qué lo aclaro); a las compañeras de trabajo que tuvieron la fortaleza de renunciar para poner su propio despacho (esa Lupe tan admirable) y luego insistirme para que escribiera esta cosa (ya no sé si es tan admirable); las facetas de los hijos que nunca hubiera descubierto de no estar a su lado todo el santo día, como ver al menor hacer el esfuerzo mental para aprender a sumar y restar mientras mueve sus deditos, o al benjamín emular a Travis Bickle en “Taxi driver” y raparse de mohicano nomás para ver qué se siente; o constatar que esto del matrimonio es serio, fino, delicado y que más vale decir “aquí quedó que aquí murió”; o leer rabiosamente; bueno, hasta entrarle a la meditación para ver si así se me aplacan las ínfulas adolescentes anarquistas iconoclastas.

Entre reír o llorar, prefiero reír. “Toritoooo, toritooooo, jajajaja.”

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