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Domínguez y la delincuencia consultiva

MundoDeHoy.com .- “Nación criminal” de Héctor Domínguez Ruvalcaba nos habla de un México difuso que no deja de clarificar sobre lo que somos y que referenciamos en cada elección, donde los signos de la criminalidad son evidentes, pero lo es más el sentido de la ilegalidad como forma social de relacionarse. En las mal llamadas “consultas” promovidas por un inexistente presidente en funciones y un obediente poder legislativo, que en los hechos ha funcionado como una extensión del ejecutivo, ya se ha iniciado la ilegalidad como forma de gobierno.

Domínguez es un investigador de Austin, Texas, que, aunque mexicano, tiene la opción de mirar desde afuera, sin dejar de estar adentro. Nos recuerda que vivimos el estado posrevolucionario, no importa qué tan de primer mundo se sintieran los salinistas, que se define por 2 supuestos: 1. “la ilusión de unanimidad” que pretende ser incluyente con todos los mexicanos en el credo nacionalista y de destino histórico contenido en esa verdad política de la revolución. 2. “el mito de la modernidad” que conlleva la razón de Estado. Es decir, para dejar el Porfirismo que se sustentaba en diferencias sociales inamovibles, hoy todos podemos acceder a un país lleno de oportunidades, la mayoría obtenidas a partir de las riquezas naturales y geopolíticas. Ese discurso permea en las campañas electorales de todas las latitudes: “vivir mejor”, “mover a México” (para bien, se entiende), “arriba y adelante”, “la esperanza” y muchas frases que pretenden insertarse en un discurso de fe estatal: bastará que nos dejemos guiar por esos estadistas que saben cómo lograr la inclusión real de millones de mexicanos en el proyecto exitoso “autoimpuesto” por nuestros sucesivos constituyentes, sus intérpretes y sus ejecutores: debemos confiar en las instituciones: nuestro Estado hará el resto. Pero no es así. Y la simulación es de ambos lados: unos hacen como que gobiernan y otros hacen como que se dejan gobernar. Saben que no habrá mayor cambio con las instituciones, pero no ven otra salida. Millones de mexicanos en pobreza extrema no darán el cambio cualitativo en una sola administración, no hay dinero ni infraestructura para ello. Pero el maquillaje político es lo que no deja de sorprender. Si en el presidencialismo priista más profundo se obedecía al presidente sin chistar, ahora se hace obedecer el Ejecutivo, incluso sin estar en funciones, como ha sucedido con el tema de la aparente cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la CDMX (todavía puede hacer uno más de sus cambios de discurso y aprobar la continuación de ese proyecto). Y el mecanismo ha sido una “consulta” que no tiene ningún sustento legal, pues es ajeno a los requisitos que la propia Constitución federal señala, ni digamos la ley reglamentaria respectiva.

Quien afirme convencido que los partidos gobernantes pueden permitir siquiera una disminución de la desigualdad social o un rumbo nuevo de nación mediante “novedosos” enfoques de estadistas genios que encontrarán el error oculto durante décadas, deben tener información oculta al resto de los mexicanos. En este esquema, no sorprenden las maniobras de todos los partidos para llegar al poder, incluso en alianzas publicitadas, con segundas y terceras intenciones al interior de cada partido y región. La partidocracia puede comprenderse como una empresa criminal basada en el sistema de corrupción del régimen posrevolucionario que evidencia en los “nuevos políticos” cómo las familias en el poder se mantienen (ganan los nietos, los hermanos, los compadres, etc.). Ningún partido queda limpio en las elecciones: los mecanismos para elegir candidatos, la financiación de las campañas, la nula selección en la afiliación de partidarios o representantes, y todo aquello que antecede al triunfo “legal” es reprochable. La ciudadanía tiene una percepción generalizada que la política es, en el mejor de los casos, una “escenificación ritual de las ideologías” dice Domínguez. Y el problema son las consecuencias: no se busca la legitimidad, se impone la astucia en burlar a los “inspectores” de la legalidad y convencer al electorado que, entre todas las opciones, es la menos mala. De ahí viene la cascada: el ciudadano actúa igual, se sabe desobediente a toda ley: su interés es no ser sorprendido. Así, los partidos que engañan en el discurso y los hechos son los maestros de niños y jóvenes. No importa que para ello el poder legislativo invada competencias exclusivas del poder ejecutivo. En tanto toma posesión del cargo, el poder se ejerce en manos del representante en el Senado del partido en el poder, con una mayoría abrumadora. De pronto, con el pretexto de las elecciones no impugnadas, se han perdido los contrapesos: la aplanadora partidista simplemente ha cambiado de siglas, no así de sus integrantes: quienes acaparan reflectores son políticos iniciados en el PRI, incluido el próximo presidente. Si para toda persona infancia es destino, en materia político-electoral no hay ninguna diferencia: naces PRI y vivirás PRI, no importa que te vistas de demócrata o que esgrimas el poder fundado en “la consulta del pueblo bueno y sabio”.

Nos hemos perdido en el camino de la ilegalidad al querer establecer el anecdotario de políticos que reciben dinero “sucio” y los discursos que advierten los castigos o riesgos de no votar por cierto candidato. El problema es de fondo, pero, en un aparente callejón cerrado, sólo hay 2 opciones: seguir las vías institucionales o eludirlas, ya sea con más simulación y engaño o con una franca acción contraria a toda ley emanada de esas instituciones. “La posibilidad de gobernar se da en términos de usurpación o simulación del poder, pero esta simulación conlleva una serie de acciones violentas para que la ficción de Estado llegue a tener efecto de realidad”, precisa Domínguez. Las “consultas” representan la anulación de los caminos legales, no sólo por nombrar como “consultas” cuando no lo son legalmente, sino por encumbrar el camino de los sondeos al gobernado como “fuente” de decisiones. Se encubre el ejercicio ilegitimo del poder con el engaño de que ha sido el pueblo: máximo el 1% del padrón electoral votó en la inicial “consulta”, con casetas y mecanismos de “votación” absolutamente ajenos a los órganos legalmente facultados para hacerlas, cuando se elaboran conforme a los requisitos legales.

Candidatos eternos, candidatos emergentes y partidos con miembros que han recorrido todo el abanico partidista evidencian su calidad de gesticuladores, de actores en un teatro trágico al que sólo se le pide cumplir con esa extraña “legalidad” para pocos convincente. Quizá las leyes no se actualizan con la velocidad que la sociedad necesita, quizá se hacen para los capaces de incumplirlas sin consecuencias, pero ello nos lleva a mirar lo electoral y a todos los que participan en ello, incluidos los votantes “críticos” o ausentes, como los habitantes de esa Nación criminal tan bien sugerida por Domínguez. Cita Héctor a José Revueltas: “los profesionales de la política mexicana siempre han tenido el buen juicio de no creer jamás en el valor de las palabras, ni de las propias ni de las ajenas”. Suponer frustrados a los gobernadores y presidentes que no lograron cumplir ni la quinta parte de lo prometido en campaña sería risible. Sin tomar el cargo, el presidente electo ya se ha retractado de varios posicionamientos que sostuvo en sus largos años de candidato víctima que se hizo poner una banda presidencial “legitima” y que si hubiera tenido algún valor ajeno al escenográfico le hubiera impedido ser candidato. Los sabemos insertos en la partidocracia que no deja de pagarles altos sueldos con un nuevo “trabajo” público o con cargos al interior del partido. No importa que el próximo presidente se autoasigne un supuesto sueldo austero, de todos modos recibirá un inmueble en posesión (en renta, la posesión de Los Pinos o de Palacio Nacional se traduciría en decenas de millones de pesos al mes) y muchas prestaciones sobre las que ha guardado un reprochable silencio: vestido, comida, pasaje, autos, choferes, guardaespaldas y muchos más. El asunto se modifica con los seguidores que esperan insertarse en la nueva administración y que regresarán a sus actividades fuera del partido. Los que eligieron mal a su candidato y futuro jefe, recibirán el maltrato de los opositores (que no les darán trabajo) y probablemente el repudio de una ciudadanía que verá en ellos a otros actores de esa representación que no les mejora el nivel de vida y que siempre los excluye de ese enorme aparato oficial, a menos que sean parte de otro corporativo, donde en algún momento tendrán que optar por añadirse a las próximas elecciones, con el mismo u otro partido, para seguir la farsa. El ejército de nuevos funcionarios, con sueldos bajos de acuerdo con el mandato del señor presidente, terminará por recibir a profesionales con bajos perfiles laborales: ¿a qué experto le interesará ganar una cantidad como funcionario, si su eficacia laboral le llevaría a ganar el doble o triple en la iniciativa privada? Es de esperarse que la calidad en el servicio público, tan deteriorado en muchos rubros medulares, no sólo no mejore, sino que empeore.

Las consultas parecen ser la amenaza mayor para la democracia para el siguiente sexenio. En un ejercicio de notable mimetismo democrático, se anulan las instituciones y sus mecanismos previstos en leyes y reglamentos bajo el discurso de la democracia; se cambian los métodos legales para imponer la supuesta sabiduría popular; en un ejercicio teatral que envidiarían Artaud, Breton y cualquier surrealista, se ha encontrado un camino para justificar al Estado Unidireccional.

El argumento de que 30 millones soportan las acciones presidenciales, como si el bono democrático fuera permanente y ya irrebatible, esconde un camino a la ilegalidad que tarde o temprano estallará incluso dentro de los seguidores del próximo relojero: “-¿Qué hora es? -Las que usted diga, señor presidente”

Las elecciones hablan de los mexicanos, de todos, más de lo que creemos.

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