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Coronavirus y Paternidad: dos meses después

Por: Ricardo Guzmán Wolffer

“Así como lo ves, así está”, dice mi cuate Vic en la Guay para referirse a quien no tiene defensa: lo ves de la patada, está de la patada. Pues así no está la reclusión, la veldá, dirían los hermanos del sur. Del sur de Iztapalapa, donde han llegado los migrantes.

Estoy decidido a ingresar a la carrera magisterial. No tengo ni la ficha de ingreso a la escuela normalista, pero me siento absolutamente aprobado en el propedéutico para fungir como tutor académico. Si he logrado que mi hijo pequeño medio aprendiera a leer y escribir en estos dos meses, más de lo que hicieron en la escuela, cuyo nombre no diré, para evitarle mala publicidad a esas maestras incapaces, pos francamente estoy preparado casi para lo que sea. En este peculiar modo de adentrarme en el apostolado educacional involuntario, he logrado dominar varias técnicas de meditación que ya quisieran los monjes budistas. Mientras estoy explicando a mi hijo menor cómo hacer sumas y trazos, respiro ampliando el diafragma. Más se pone loco el infante, más expando la caja toráxica. Más se niega a escribir o tomar el lápiz, más abro las fosas nasales para inhalar. Más comienza a torcerse desde la cintura hasta los ojos, mientras hace ruidos propios de una caricatura ahogándose en saliva, para evidenciar que sufre horrores con las clases mañaneras, más abro la boca para exhalar. Y comienzo a contar mis respiraciones para no perder la concentración y seguir en el intento educativo. Más se niega a cooperar, comienzo a abrir los brazos para que la luz del sol me mantenga en mi centro energético. Más se cruza de brazos y oculta su bello rostro infantil entre sus bracitos de sutil pelambre dorada al trasluz del atardecer, inician mis mantras cantados. He descubierto la unión insospechada de los cantos apaches para adorar a wakantanka (recuerde la película de “El hombre llamado caballo” con Richard Harris) con los chillidos del hipopótamo en brama. Y vieran cómo dan resultado, pues mi hijo apenas aguanta dos estrofas de mis berridos cuando dice, haciendo las manitas adorables como si fuera luchador rindiéndose ante una llave de martinete: “haré la tarea, padre, pero despojadme de este dolor en mi cerebro cansado, recordad por ventura mi hipoacusia”. Me ha salido de un letrado, que es una delicia oírlo controvertir mis métodos didácticos.

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Necio en no meterle unos cinturonazos como se hacía en mi época escolar hace medio siglo, me he limitado en todo tipo de castigo físico. No quiero emular al profesor Cano quien le decía al alumno infractor “ponga los dedos juntos, compañerito” y ¡reglazo en las uñas! Empero, eso no me ha impedido moverle la silla para evidenciar mi desesperación. Ahora tengo un asiento con un pequeño hueco en el respaldo. Al parecer era necesario darles mantenimiento a las sillas de bejuco o mimbre o Dios sabe qué material orgánico es. Y la desesperación se la he pasado a mi mujer, quien ahora ve con una lágrima cómo se deteriora parte del mobiliario importado desde las tierras de Nacajuca, casi cuna de la realeza contemporánea. Ahora, no sé si mis cantos puedan calificar como tortura, pero me han llegado mensajes en el chat vecinal para cuestionarme si tengo un rastro de puercos hipertrofiados en la garganta. Como uno de mis vecinos es político de alto nivel, sus guardaespaldas timbraron los primeros días de mi técnica tutorial, para ver si no se habían brincado a la casa los seguidores de Manson y practicaban una invocación demoníaca. Aclarando en el chat que sólo es una manera de provocar la concentración en el pupilo, varias madres me han solicitado les auxilie con sus hijos para que aprueben los cursos virtuales de doctorado y similares. Mi prudencia me impide sobre ejercitar la única herramienta valiosa para forzar a mi niño a laborar escolarmente.

Mis amigos versados en el arte de alinear los chakras dicen que, si mis cánticos llegan a ciertas notas, estaré a nada del primer grado de iluminación. Me he conformado con que el hijo llegue a iluminar sus tareas como le pide la maestra, ella sí un dechado de paciencia, pues en cada clase virtual no faltan los niños que dejan abierto el micrófono para comentar cada indicación, a pesar de la orden en contrario. Y como dan las lecciones casi en inglés, peor. El spanglish infantil es lo máximo. A los niños se les tolera todo, más con el encierro. Yo a su edad vivía en la calle y aprovechaba para saludar a Don Porfirio cada que salía a pasear para festejar sus reelecciones. Bajo la mirada ausente paterna, me vestía como personaje de Oliver Twist para evitar la leva infantil.

Los micrófonos abiertos dan una alegría inesperada: escuchar a los padres de esos compañeritos de mi hijo. Me dan fuerzas al clarificar que no soy el único a punto de limarme las uñas contra la pared del comedor. Clarito se oye cómo truenan los dientes mientras le dicen al descendiente, “no me mires a mí, mira el cuaderno” o “pon atención a lo que está diciendo la maestra, chingao” o “luego, porque nos da la noche sin acabar las pinches tareas, fí-ja-te, chingao” y otras peores que evito por pudor, chingao. Pero las respuestas de los reviradores infantes no tienen desperdicio. Las dotes dramáticas de esos críos son destacables.  “No me vayas a pegar madre santa, todavía me duele la espalda” o “no me tuerzas el brazo, papi, que la miss te va a ver”. Me encantaría darles mi receta tántrico-bucal, pero soy reacio a la crítica y la verdad los compañeros de sufrimiento paterno-instructivo no se escuchan en las mejores condiciones de ánimo. Los momentos cumbre se dan cuando discuten los padres sin percatarse que todo el salón los está escuchando:

“Ayúdale, estás tiradote todo el día, ayúdale”

“Ay, sí, y tú muy hacendosa, ya compré tres vajillas de todas las que se enmohecieron por tu flojerota de limpiar”

“Pobre niño, va a salir como tu hermano de inútil”

“Si no le dieras tantos zapes, a lo mejor le funcionarían las neuronas”

Mientras, el niño sonríe porque sabe que eso se traduce en que nadie lo molestará hasta que los integrantes de la contienda paterna enfoquen su energía neurótica al enemigo común.

Lo real es que la pandemia nos ha obligado a acercarnos a la tecnología de formas que hace unos años habrían sido descritos como propios del género literario de la ciencia ficción. Muchas personas ya tienen su teléfono permanente en el oído y hacen video conferencias contra el celular, donde aparecen pequeños rostros. Si los ojos no permiten tal esfuerzo, las computadoras son la respuesta. Desde clases en línea, hasta jugar dominó con los cuates, la pandemia y sus paranoias han establecido que es la opción más segura. Las reuniones virtuales nos han acercado a gente de los más impensados lugares, con lo cual los medios privados de transporte parecen perder valor estimativo. Mi lote de coches clásicos (no llegan ni a dos) se han vuelto una carga que cambiaría por una red de internet útil para poder hablar con mis amigos de los temas más variados. De pronto, el coche híbrido para el que ahorraba parece ser un lujo innecesario. El uso ineludible de la tecnología trasmina capitalismo, pero es eso o quedarse aislado de los seres queridos y de los servicios básicos.

Sólo Dios sabe cómo se recuperarán ciertos sectores de la economía, pero tengo claro que los cirujanos plásticos están a nada de volverse millonarios. A fuerza de estarme comunicando por videoconferencia o de hacer videos para promocionar mis libros (el más reciente es “Oaxaca, Nogales, Estambul”, por cierto, ¡no se lo pierda!) me he tenido que ver en la pantalla, a veces por varias horas en un día. Eso me ha permitido mirar cómo se me ha arrugado el entrecejo, cómo las patas de gallo se han vuelto patas de avestruz prehistórica y ni digo del rostro en general. Yo tan gallardo que me sentía, émulo de los galanes del cine de oro mexicano, me he percatado que tengo orejas de Yodita. Para más inri, no sólo las tengo como para planear en una caída libre de helicóptero, sino que están disparejas. No están simétricas. Mi mujer, acostumbrada a que le haga las preguntas más insospechadas, se ha vuelto fisonomista involuntaria: “pues no tienes las orejas chuecas, no creo, tal vez haces cara de menso, pero con las orejas muy normales”. Y luego, las repudiadas canas. Que me hayan invadido mi barba de hípster es irreversible, pero que las despiadadas se alojen en mis menguantes cejas es de horror. Voy a terminar sin cejas, como mi compadre del alma, o todavía peor, me pintaré como el odioso inquilino incapaz de pagar a pesar de tener sus relojes de súper lujo, cuyo peluquero a veces lo deja como Gordolfo Gelatino, a veces como héroe japonés de manga y, generalmente, como autodepilado del Brayan en pleno auge reguetonero. Bueno, mientras no me queden como gusanos azotadores en cópula (demasiado tinte y mal puesto), todo estará bien.

No hay peor juez que uno mismo, y con curiosidad a veces, con preocupación, otras veces, pero, sobre todo, con incredulidad, miro las divisiones en mis mejillas. Partiendo de las glándulas lacrimales, rodeando la nariz y cerrando alrededor de la boca, unas extrañas protuberancias se cuelgan para darle a mi rostro un toque de maniquí en descomposición, tirándole a pasa seca. Dice mi mujer que no me haga la remoción de las glándulas de Bichat porque voy a quedar peor que al principio. Suponiendo que esas bolsas correspondan, claro está: de pronto parecen simplemente ojeras de tarsius. A pesar del uso reiterado de cremas, aromaterapia y aceites esenciales, no he logrado evitar la caída de esa zona facial. La gravedad no perdona y mi capacidad auto flagelante tampoco. Y no es mi paranoia, pero las mejillas se dividen entre humanas y de bulldog inglés.

Para evitar que mis amigos e interactuantes se percaten de mi precario estado estético durante las videoconferencias, he recurrido a la tecnología: pongo fondos de pantalla en tales transmisiones. No me gusta la ausencia de imagen, entonces, para que no se den cuenta de mi auto martirio, pongo fotografías de Boris Karloff en el proceso de maquillarse como momia viviente, o de la líder sindical más famosa del siglo antes de desinflamarse de la operación facial, o de los homínidos más gesticulantes en su vejez o del Cavernario Galindo antes del retiro por daño corporal. Con suerte no me asociaran con tales imágenes. Lo bueno es ver a mis cuates y darme cuenta de que están igual o peor que yo. Sólo sus esposas se mantienen frescas y lozanas, como la mía. A veces me preguntan si es mi hija o mi nieta. Y todo es culpa de la maldita tecnología, antes ni para rasurarme me miraba en el espejo.

Todo ello me sirve para no fijarme en las noticias que llueven como granizos gigantes en descampado. A veces resulta que la pandemia acabará con todo rastro humano, a veces que nomás los que estamos excedidos de tamales moriremos, luego resulta que la tercera edad es garantía de infección, después que hay un catálogo de deficiencias crónicas que son las realmente peligrosas. Luego, sale otra nota que nomás hay que aguantar la recesión económica para seguir adelante. Y con eso de que no salen con tapabocas ninguno de nuestros políticos sanitarios, ya no hay a quién creerle. Uno cumple con quedarse en casa, pero para quienes veíamos “permanencia voluntaria” en la televisión y miramos “La amenaza de Andrómeda” toda indicación gubernamental suena mal. En esta película llegaba un bicho del espacio y acababa con todo un pueblo. Completito. Cuando llegan los investigadores en sus trajes espaciales para investigar lo sucedido, ven un tiradero de cadáveres casi estilo cártel mexicano. De miles, sólo quedan un niño y un anciano. Así nos pintan los catastrofistas los siguientes meses. Un mundo despoblado. Con animales andando muy tranquilos por las vías públicas, excepto en las cámaras legislativas por su olor (dicen que hay diputados que insisten en no bañarse). Y eso influye en quienes no somos pandemiólogos, ni virólogos, ni seguidores acríticos de los políticos de su elección.

De pronto pienso que el virus llegará con las palomas o colibríes que toman agua en el mini jardín de mi casa. A veces supongo que un infectado escupió al aire y que la brisa del atardecer nos traerá esa visita inesperada. Luego, imagino a los empacadores de los productos que compro por internet tosiéndoles a todo lo empaquetado, de modo que apenas abrir los productos del súper, tras haberles pasado el trapo con cloro, se rompe la burbuja satánica y el covid inunda mi casa para dejarnos a todos como los extras de la película mencionada. Y luego pienso en Trump. Si alguien sabe más que el resto del planeta es ese científico salido de las universidades más exigentes, de modo que, si sugiere inyectarse lysol o cloro, o tomarse unos buches de sustancias similares, es por algo. No quiero suponer qué es ese algo, pero su razón tendrá para mencionarlo. No hay bromas sin verdad, dice Freud.

Lo bueno es que tengo al hijo grande para sortear tales dilemas de infección donde tarde o temprano llego al famoso todo o nada mexicano, que nos lleva de lo sublime a lo grotesco. En estos tiempos de pandemia, al literato le ha dado por leer la Divina Comedia. No sé si está mapeándome en la compleja geografía imaginada por Dante para ver en qué circulo voy a quedar, pero lo cierto es que, por un lado, Beatriz les dice a los paseantes el mensaje que me llega en estos momentos: “Tú mismo te alucinas con tus falsas ideas”. Entonces sólo queda dejarse guiar por la musa del paseante del inframundo y abandonar esas preocupaciones innecesarias. Uno hace lo que puede y hasta ahí. Ya lo dijo el príncipe de la canción: “uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser”. Y en temas de sanitización no hay manera de ganarle a los paranoicos que lo mismo viven con los teléfonos de emergencia a la mano, que se han aprendido tanto los teléfonos del médico de cabecera, como del vendedor de seguros para que no le fallen a la hora del primer síntoma real o irreal del virus asesino. No me gusta la grilla, pero más gente se ha muerto por la delincuencia organizada y ahí ni quien diga nada. Ya se exige a los repartidores de comida que se identifiquen, bajo el argumento de que pueden ser miembros de los cárteles que han ocupado la CDMX como quien camina por su sala. No hay modo de abstraerse de la preocupación cuando uno va al súper y se nota el desabasto, dice mi suegri.

Para ello, el mejor remedio es un guiso de la patrona del hogar. En el confinamiento se le han desarrollado sus de por sí magníficas dotes culinarias. Desde un espagueti de calabaza, hasta unos tacos de suadero, pasando por albóndigas de pescado y sin faltar su ceviche, ranqueado ya en el número uno del condominio morelense donde cada tanto somos invitados a comer por la pandilla lidereada por Diana y Adolfo, héroes de las tapitas, junto a Martha y Benjamín, quienes suelen luchar en la producción de colesterol con mi tocayo uruguayo y María Luisa. Todo tiene su doble implicación: más comida deliciosa, más protuberancias en la cintura. No sólo tengo una llanta que de estar llena de aire podría salvar a un bote salvavidas completo, sino que ahora se ha segmentado para darme en la cintura una forma grosera, por decir lo menos. Y doblemente insultante, pues no se me ha espaciado la gordura, sino que se limita a unos diez centímetros por encima del hueso pélvico, logrando que esa esbeltez ausente parezca una pupa de alíen a punto de reventar.

Mientras tanto, seguiré en la lectura de lo inesperado. Si he leído 15 libros, son pocos. Mircea Eliade me ocupa de momento. Claro, tampoco diré que evito las películas retomadas de la videoteca. Entre Visconti, Miike, Kim Ki Duk y Paul Newman vía YouTube, me entretengo. Y para compartir en familia están las series de las plataformas.

¿Te aburre el encierro, lector? No. La casa está mejor. Y tiene sus cosas fáciles y sus cosas difíciles, pero eso también sucede afuera, con pandemia y sin pandemia.

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