Entretenimiento

Una ministra, una doctora forense y un ministerio público investigador dan a esta novela policiaca una originalidad que hace mucho no se veía.

“La judicatura” de Fernando T. Mendoza, edit. L.D.Books. México, 2020

Por: Guillermo Aviña Rivera

Tengo décadas como aficionado a la novela policiaca y nunca había leído una mexicana que hablara de jueces, consejeros y ministros como en “La judicatura”. Además de entretenerme, aprendí varias facetas de las cárceles en México y de la calidad moral de algunos jueces que, la verdad, hubiera preferido no saber. Pero también vi que quien la hace la paga. No importa si para ello se tiene que arriesgar un ministerio público o un policía. Sobre todo, es de esas novelas donde uno se confunde y no sabe dónde empieza la ficción y dónde una denuncia. Claro, para denuncia, faltan datos de lugares, personas y fechas, pero aún así parece que en las cárceles mexicanas y en los juzgados y consejos de la judicatura hay más de lo que se puede leer.
Otra novedad del libro es involucrar a la comunidad libanesa en México.

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Así como hay sectores diferenciados por la geografía de cada ciudad, donde precisamente vivir en casas de miles de metros es la consigna, para diferenciarse de quienes no pueden ni imaginarse cómo es eso de tener más de diez cuartos habitacionales, más de tres salas, y demás áreas, comparado ello con los minúsculos departamentos que podrían caber en un vestidor o en un baño de esas mansiones. De esa manera hay comunidades bien diferenciadas. La judía, la coreana, la oaxaqueña y muchas más. Suele hablarse poco de los modos en que se interrelacionan. En “La judicatura” la victima es una joven universitaria que en poco tiempo se identifica. Lo más importante es que su familia conoce al procurador de la república, eso cambia todo en México. No es lo mismo ser hijo de vecino, del pueblo llano, que amigo cercano del mayor funcionario.

Pero el asesinato no es suficiente para la trama. Le pasan las cosas menos esperadas al cadáver y a quienes buscan a los culpables; bueno, y también a varios malhechores. Y es que el mundo de los forenses también nos es desconocido. Pensamos que hay buenas instalaciones y mucho espacio disponible, pero no es así. Hace no tanto era noticia que en muchos lugares de México se paseaban trailers con cadáveres en refrigeración. De ahí a incluir en la investigación a un forense, no faltaba nada. Y menos cuando es una guapetona que le hace ojitos al ministerio público, quien tiene a su cargo a varios policías que casi podrían ser el cliché al que nos tienen acostumbrados los programas de televisión: gordos, feos y malos, que hablan casi como Pedro Infante de Torito boxeador. Solo que estos policías son más formados, tienen más rasgos humanos. Eso no le quita que puedan aprovecharse en la escena del crimen para llevarse uno que otro objeto valioso, sobre todo cuando aparecen pacas de dólares enterrados. Parte del éxito de “La judicatura” es que nos pone personajes conocidos, pero claramente mejorados. Si había que meter a los integrantes de la tercera edad, aquí son investigadores, alguno capaz de todavía darle una golpiza a los delincuentes cuando se topa con ellos. Otras son las mejores trabajadoras de informática de la Procuraduría.

Como si quisiera ser políticamente correcta la novela, hay una mujer en la Suprema Corte del país cuya vida como empresaria conocemos. No sólo se verá involucrada por ser otra amiga del padre de la asesinada, sino porque tiene deseos de cambiar al país. Claro, al llegar a la Suprema ve que el margen de maniobra es poco con algunos “trabajadores” y que los acosadores, los traficantes de plazas y la impunidad está donde menos se espera. Ella hace lo que puede, pero a veces no es tanto. Y es que la investigación de pronto recae en temas jurídicos que se resolverán en juzgados y Corte. Al estilo de los seriales norteamericanos, donde los espectadores prácticamente están recibiendo una clase de cómo se resuelven los casos (a veces por jurados, a veces por jueces, a veces cortan el juicio por pruebas ilegales y muchas otras variantes que en programas como “La ley y el orden” se busca no repetir), aquí vemos cómo las cosas en México pueden ser al revés: los trabajadores molestan y acosan al juez porque es trabajador. Las secretarias pueden ser más agresivas y groseras que uno de los policías, quien le aplica el truco de grabarla en el celular para luego exhibirla con los consejeros de la judicatura que sí hacen su labor de poner orden en esos juzgados donde los trabajadores viejos no respetan a nadie.

Algo parecido sucede con las cárceles. Sabemos que están llenas, pero no todo lo que les hacen a los nuevos reclusos. Desde cobrarles dinero para no golpearlos hasta vendérselos para juegos sexuales. Desde encerrarlos hasta agredirlos al azar. Entrando al infierno, nada es igual. Como si este libro quisiera dar una lección de lo que les espera a los infractores de la ley, se narran golpizas, abusos, violaciones, contagios y cosas peores. No importa que sean delincuentes las víctimas de los otros pillos, es imposible no sentir empatía por esos tipos que pagan con creces haber roto la ley y haberse metido en el lugar equivocado, en el momento equivocado y con las personas equivocadas. Como el ladrón del video del Estado de México, vuelto viral para regocijo de una sociedad desamparada, quien recibe la golpiza de su vida, así se arriesgan todos los malhechores. Tristemente, son muy pocos los que son detenidos y sentenciados, pero en la novela vemos que esos pocos pagan por todos. Y hasta puede que el lector disfrute ver cómo castigan a los reos que sabemos que sí hicieron los delitos que están en las sentencias.

Si las novelas policiacas suceden en una sociedad corrupta, aquí eso se ve hasta en los jóvenes que han crecido con las redes sociales como referente cultural. Si en el internet todo puede suceder, lo mismo pasa con los universitarios que se imaginan capaces de todo y suponen poder hacerlo sin ser castigados. De nuevo el autor nos da una sorpresa. Hay mecanismos sociales para castigar a los abusivos. No sé si al grado de la novela, donde parece haber un ejercito de pobres que está unido y pasa desapercibido hasta que es necesario echar a andar ese mecanismo de castigo que no tiene límites ni frenos. Si un niño rico casi mata a alguien, y ese alguien está protegido por el ejercito popular, no tendrá escapatoria. Parece lógico. Si la delincuencia puede actuar en cualquier lugar (la casa, la escuela, la calle, la iglesia y prácticamente donde estén las víctimas), muchos quisiéramos poder imaginar que de algún modo lo pagarán.

Los vigilantes de la calle (franeleros, cubeteros, viene viene, como le digan) no dejan pasar a nadie sin cobrarle, bajo la simple mención de que “no te vayan a robar el espejo”, obligan a darles dinero. En algunas delegaciones hasta les dan credenciales que les permiten cobrarte precios iguales a los de estacionamientos públicos. Aquí el expolicía los pone en su lugar con unos cuantos golpes. Los ladrones de mercado también reciben su merecido. Leer “la judicatura” puede ser angustioso, pero también es refrescante imaginar que esos rateros, los secuestradores, los invasores de predios, pueden llegar a toparse con mercenarios o policías capaces de darles una buena lección y hasta orillarlos a que dejen de romper la ley.

Como en una novela de costumbres, vemos los manejos del poder: el subprocurador presiona al investigador, el investigador presiona a sus policías, los policías presionan a sus informantes, los informantes a quien se deja. Y el circulo empieza en la Suprema Corte, si es que es útil. La ministra dialoga con el padre de la muerta si es buena idea llamarle al juez que decidirá si el juicio del hampón será en un juzgado federal o local, pero advierten que ese juez no se deja presionar y que sabe su negocio. Si hubiera sido otro juez, uno de los llamados “de consigna” (o que sean pariente de alguna legisladora) tal vez habría valido la pena hablarles.

Si la novela negra o policiaca se caracteriza por ser violenta, aquí hay esa brutalidad de todas las formas, pero presentada de tal modo que puede disfrutarse no sólo como literatura sino como catarsis. Los que hemos sido víctimas de robos o cosas peores, en el fondo quisiéramos que alguien pagara. De todas las actas que he levantado en el MP, ni una ha dado frutos.
No hace falta ser abogado para entretenerse con esta novela llena de crímenes, pero también de esperanza de que algunos verán su castigo.

Puede ser demasiado reveladora para muchos. De pronto, los jóvenes universitarios pueden ser unos verdaderos malhechores que lo mismo roban exámenes, que extorsionan maestros o alumnos o que en lugar de ir a clases van a los hoteles de paso. Y las redes sociales junto con las cámaras en la calle se vuelven caminos para llegar a la verdad, pero también para mostrar la parte más ruin de una sociedad donde lo común es no pagar impuestos, estafar al vecino, no pagar la luz ni el agua ni el gas: vivir de ajeno.

Ya tenía tiempo que no me entretenía tanto con un libro. “La judicatura” de Fernando T. Mendoza será un deleite, pero también motivo de reflexión.

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